domingo, 24 de octubre de 2010

Miguitas

Bruno escribe. Está sentado en el primer asiento del colectivo y observa a cada pasajero en su diálogo silencioso frente a la máquina de monedas. Una chica sube apurada y una de sus monedas parece haber caído al piso. Se agacha… nada. Busca debajo de los asientos, ni rastros. El diminuto círculo de cobre desapareció. La chica se pone nerviosa. Siguen pasando las cuadras, suben pasajeros; todos sacan su boleto y ella todavía ahí parada, sigue buscando avergonzada. Mira al conductor cada tanto pero no se atreve a excusarse y el muy cretino no la registra.
Bruno echa un vistazo al resto de los pasajeros. Algunos están disimuladamente buscando la moneda perdida. Otros ignoran por completo la situación. Nadie le da una mano a la pobre chica que ahora transpira de humillación. Y de la moneda, ni noticias.
¿Habrá existido alguna vez? ¿O será un truco de la niña que no tenía dinero suficiente para el viaje? El caso es que al llegar a la parada de la facultad la chica bajó, como si nada. Nunca pagó el boleto. Bruno se ríe. “Es un buen tema para un cuento”, piensa mientras cierra los ojos.
Bruno escribe. Camino a la escuela, se cruza con alguien que conoce bien. Sentada en la plaza está Violeta, la hermana de su mejor amigo. La chica que le gusta. Se miran. Ella parece no reconocerlo o se hace la distraída. Temblando se acerca a saludarla y descubre, no sin asombro, que se trata de otra persona. Pero es idéntica. Se le parece hasta en la pollera. No se anima a hablarle a esa desconocida que ahora también le gusta. “¿Habrá muchas otras chicas que me gusten tanto como ellas –la verdadera y la doble-?, ¿Existirán las almas gemelas?¿Me confundirán a mí con alguien”. Qué buen tema para un cuento, piensa al entrar al aula. La maestra está explicando un tema de Geometría, un tema que Bruno ya sabe. Entonces piensa en la chica, la de la moneda; y en la otra, la de la plaza. Y en Violeta, claro.
Al llegar a su casa se prepara un sándwich de galletitas de agua y queso y se lo come rápido. No hay tiempo que perder. Esta vez debe lograrlo. Se acomoda frente a su máquina de escribir y se concentra para empezar el cuento. Las letras lo miran fijo. Su mente piensa tan rápido que sus manos tiemblan. Bruno ahora no escribe. Se queda inmóvil. Al final, como siempre se aburre, se decepciona, y se va. Como tantas veces abandona la hoja en blanco y las miguitas en el plato. Otro fracaso. Sube al cuartito de la terraza a olvidarse de todo. Se duerme…
Bruno lee en sueños. Cada tarde durante la siesta recorre con sus ojos las páginas que no puede escribir despierto. Lee. Las palabras se le aparecen y le cuentan historias, relatos breves. Le cuentan cuentos. Pero él sabe que no son propios. Alguien los escribe para él. Todos aparecen firmados con las mismas iniciales: “J.P.”
Y esto es un misterio. Siempre lo mismo: “J.P.” ¿Quién es? ¿Juan Peréz? ¿Jean Pierre? ¿Quién escribe para que Bruno lea? Él no lo sabe. Tal vez ni quiera saberlo. Bruno sólo quiere escribir un cuento. O algo parecido a un cuento. Y ya no vive sino que vive escribiendo todo lo que le pasa. Sin que nadie pueda leerlo jamás.
Bruno escribe o sueña que escribe: Un chico vuela en las noches de lluvia; un perro que no existe adivina la tristeza de alguien que mira el mar; una pareja enamorada es asesinada el día de su boda… Bruno lo sabe, pero no pude contarlo.
Siempre -hasta hoy- ha abandonado la hoja en blanco.
Esto lo leyó en un sueño y ojalá algún día alguien logre escribirlo, para que no lo crean loco, para que alguien comprenda al pobre Bruno.

J.P.





jueves, 7 de octubre de 2010

FRESCURA

Jueves, 8 de la mañana…

Uy llueve. Los días húmedos deberían estar prohibidos en primavera. La escena del hijito pequeño, maravilloso y feliz, que se despierta con una energía digna de la hormiga atómica no debería estar sucediendo. No justo al ladito de mi cama. No a mí, no hoy.
Llueve.
¿Dormiste mal? –me pregunta mi marido como al pasar, con su cara más alegre.
Como si la única razón para querer seguir durmiendo fuera haber dormido mal. ¿Y si dormí bien, tan pero tan hermosamente bien que por eso mismo quiero seguir durmiendo?
Dormí bien. La verdad es que dormí bastante bien. Estoy bien, ya estoy bien. Arriba, arriba.
Joaquín baila. A las ocho de la mañana de un día húmedo y lluvioso, mi hijo bebé baila.
Victoria prepara su mochila del jardín, como si se estuviera yendo de vacaciones a Disneylandia. “Hoy es el día del color Rojo, mami”…
Uy, el día Rojo. Pispeo la notita en el cuaderno: “JUEVES 7: ROJO, deberán traer una vincha o cinta roja”. Qué boluda, no tengo nada rojo. Lo juro. Nada rojo en casa. O nadie nos tiene envidia o no somos supersticiosos en esta familia… o las dos cosas.
Vicky se acuerda de su carterita de crochet... ¡roja!. Está colgada en el perchero de la entrada. La miro con ganas… al fin y al cabo tiene una cinta, la tirita de la cartera es una cinta roja. La manoteo, casi convencida de estar cumpliendo la consigna del día.
Llueve.
Disney no es gratis, así que paso por la Dirección de Turismo Infantil a pagar la cuota del mes. Al salir, Carla -la maestra de ocurrencias coloridas- me saluda con una risita cómplice. Seguro que ya había visto la carterita. “Ya te va a pasar con tus hijos”, deslicé por lo bajo.


9:30 de la mañana…
Ya no llueve tanto.
Estaciono en la puerta del bar de siempre. Mi mesa está ocupada, así que camino hasta el de la otra cuadra pero estaba cerrado. Extrañada, miro a los mozos en la puerta.
–La encargada se quedó dormida –me dicen. ¡Qué bueno! –pienso contenta. Ella sí pudo quedarse un rato más en la cama.
–Bueno, doy una vuelta manzana, para darle tiempo a que llegue. Ya vuelvo.
Doblo por Bucarelli, me paro frente a una vidriera de ropa de chicos justito en el momento en que sale una chica –enérgica como niña recién levantada-, con un multiuso y un trapo en la mano, hablando sola.
No alcancé a escuchar lo que dijo, pero instantáneamente supe que era una linda persona.
Nos miramos y reímos bajito. Además de darme cuenta de que estaba un poco loca, supe quién era. La conocía de la tele. Pero no de la tele de ahora, de la tele de antes. De la tele de mi infancia. Me gustó el encuentro. “Muy literario”, pensé.
–Lo de hablar sola me pasa sólo porque es temprano –me dice sonriendo.
–No temas –le digo sin disimular mi entusiasmo-, no me sorprende. (“Además despreocupate; ya sé quién sos”, agregué para mí)
–Inauguro hoy –siguió ella con ganas de abrir la charla.
–¡Ah, feliz comienzo! (“No cabía otra posibilidad. La literatura es así”, me convencí).
Y la charla se abrió… y le dije lo de la tele, y que la había reconocido al toque por su sonrisa. Se presentó con su nombre real. Le dije el mío y le di la bienvenida al barrio, deseándole suerte con su nuevo negocio.
Me dijo que se llamaba Claudia y que tenía 42 años pero no le creí. Para mí que todavía era esa chiquita de anteojos, fresca y simpática, que me hacía sonreir frente a la pantalla.


11:30 de la mañana…
Ya no llueva nada.
Desde la ventana del bar, disfruto un solcito incipiente.
La encargada finalmente llegó. Me saludó con su mejor cara de dormida y yo la miré con una envidia cómplice. Le pedí al mozo un café con leche con medialunas. En la mesa de al lado un grupo de amigas festejan un cumpleaños de sesenta y pico. La charla es distendida y risueña.

No me puedo concentrar en el trabajo. Me dieron ganas de escribir este momento.
Me dieron ganas de disfrutar tanta frescura.

miércoles, 6 de octubre de 2010

MEDITACIÓN

Tres puntos... nada.


Una línea -ya no tan recta-
entre mi sombra y mi deseo
deambula presurosa y cauta
se sale del papel
-y con el cuerpo-
se estira
hasta alcanzar el extremo.








"Meditación" -pintura sobre papel, H.Terri